Se detuvo para ver su corazón, hace tiempo que no lo había hecho. Falta de tiempo quizás, pero la principal razón era su pacto interno: no dejarse llevar por aquellos personajes extraños que algún día se movieron con voluntad propia, al interior de su pecho; seres incomprendidos llamados sentimientos, indescifrable y escurridizos
Sus mejores amigas, las palabras, lo habían acompañado gran parte de sus años; con ellas y a través de ellas, intentaba entender la realidad que lo envolvía. Transformaba cada historia dolorosa de su vida en textos anecdóticos: algunos con tintes filosóficos, otros de humor sarcástico, uno que otro cómico, pero ninguno haciendo alusión a él ni a sus experiencias; mas, su presencia deambulaba fantasmal en cada letra escrita. “Lo creado siempre tendrá algo del creador”, se decía al descubrirse abrumado en las lecturas de sus propios textos.
Tres adolescencias habían pasado ya por los surcos de su rostro y los hilos blancos de su pelo, le dotaban de un aspecto señorial y fantasioso, pues sus ojos en ocasiones lo delataban. Sus tres adolescentes vivían en peleas épicas para ganarse el acceso a aquellas ventanas que les permitieran, uno a uno, ver y dejarse ver por el mundo exterior. Consciente de aquel detalle, pintaba las ventanas de color verde para hacer más complicada tal travesía, tanto para los avezados muchachos deseosos de exhibirse cuanto para la gente que deseaba ver lo que este hombre ocultaba. Este intento resultaba efectivo contra la mayoría de la muchedumbre, pero no para sus más cercanos que aprendieron a convivir y a comprender a sus interlocutores.
Un buen día que decidió hacer cierta tregua con sus inquilinos, salieron todos a festejar vitrineando. Entraron muy resueltos a un local de ropa interior provocativa. Entre los tres se decidirían por una prensa erótica que lo haga ver sexy, se dijo. La encontró en algo mejor: un maniquí animado dispuesto a exhibirse para él. Y se detuvo para ver a su corazón.